viernes, 12 de octubre de 2012

¿Podremos sacudirnos el polvo de la historia europea?


[Segunda Parte]

Sin entrar en detalles escabrosos e insoportables para el lector, y sólo por exponer una idea general, comentaré que en el año 1500 la población mundial debía ser de unos 400 millones, de los cuales 80 estaban en las Américas. A mediados del siglo XVI, de esos 80 millones quedaban
10. Por ejemplo, en México: en vísperas de la conquista su población era de unos 25 millones; en el año 1600 era de un millón. Si alguna vez se ha aplicado con precisión a un caso la palabra “genocidio”, es a éste. Es un récord, no sólo en términos relativos (una destrucción del orden del 90% y más), sino también absolutos, puesto que hablamos de una disminución de la población estimada en 70 millones de seres humanos. Ninguna de las grandes matanzas del siglo XX puede compararse con esta hecatombe. Prácticamente, estamos habilitados a dejar de hablar de genocidio y comenzar hablar entonces de catástrofe natural.

Muertos tantos y de tantas maneras aún persisten los estigmas de una sociedad cultural e identitariamente sometida. Desde los albores de la invasión, desde la imposición de un dios “verdadero”, de una lengua “digna”, de una cultura “iluminada”, de una fe “sagrada”. Hasta nuestros días, padecemos el socavo del autoestima producido por la denigración sistemática todo aquello que teníamos por propio. Nuestra cultura, nuestra identidad aún no consigue superar los falsos complejos introducidos en el fondo de nuestra intimidad. Persistimos desgraciadamente en el autoengaño de la iluminación europea, del florecimiento de una cultura que aun en toda su decadencia ponderamos por encima de la nuestra, de la que nos exterminaron, de la que debemos juntar los añicos para reconstruirnos a nosotros mismos. Convirtieron nuestra paz en guerra y nuestros sueños y Dioses en espuma que se llevó el aire contaminado de viruela que trajeron de Europa. Nuestra historia era una historia autentica, hoy debemos refundarla. Destruyeron todo lo que pudieron destruir, hicieron todo el daño que podían hacer. Pero la conciencia latinoamericana no está hecha, no está destruida. Nuestra historia se sigue construyendo sobre cimientos corrompidos es su más básica esencia, cimientos que acarrean las semillas de su propia destrucción. Una realidad no puede terminarse para que otra realidad pueda comenzar, hay una actualidad que asumir. Entiendo que las ideas no deben ser sólo ideas y que el borrón de toda nuestra historia pre-colonial es y será a través de los siglos un crimen que permanecerá impune. No existe pena alguna que compense tal desasosiego y bestialidad. La colonización hispanoamericana fue el asalto más grande en la historia del hombre. Fue un abuso, un robo. Y nos hablaron de ilustración, de cultura, de política. Nos desahuciaron de nosotros mismos, “mana sunquyuk”[1]
La historia se construye desde y a través de los hombres. Tenemos la posibilidad innata que nos legaron del amor a la naturaleza en todas sus versiones, aún pueden florecer las flores que florecieron en antaño si procuramos cuidarlas[2].
El hombre sólo podrá mirarse en el espejo del hombre. Allí, podrá verse a sí mismo, en el otro, en el igual, en el olvidado hermano. Descubrirá, que allí, donde habite la vida, allí, el ser latinoamericano es posible, es posibilidad. De cambio, de comprensión, de identificación del uno con los otros, del uno consigo mismo, del hombre y su pueblo, del pueblo y su historia, la real, la que escribamos, la que contemos nosotros. La que hablará de paraíso y de masacre, de invasión, de humillación, de hijos apátridas, de hijos incultos, de amor, a la vida, extinguida, renacida, de verdad, de nuestra verdad.
De recuperar lo propio, recuperarnos, a nosotros mismos, a cada uno, a nuestra autonomía y a nuestra libertad.
Y comienzo nuevamente, ¿podremos entonces sacudirnos el polvo de la historia europea?  
“¡Nuna chunka quispinqa!”[3]


[1] En Quechua: Despiadados sin corazón.
[2] Del Chilam Balam, libro sagrado de los Mayas, "Cuando los señores blancos llegaron han enseñado el miedo y han venido a mancillar las flores. Para que viviese su flor, han hundido y agotado la flor de los otros. ¡Asaltantes de la vida, ofensores de la noche, verdugos del mundo! No hay verdad en las palabras de los extranjeros."
[3] En Quechua: ¡Conciencia y libertad! 

jueves, 11 de octubre de 2012

¿Podremos sacudirnos el polvo de la historia europea?


[Primera parte]

El 12 de octubre de 1492, para muchos historiadores, marca el fin de la edad medieval y el comienzo de la modernidad. Para otros tantos, los principios y los fines son un poco grises, nadie se durmió el 11 octubre de 1492 en la edad medieval y se despertó al día siguiente sumido en la modernidad.
Para nosotros, latinoamericanos, los grises de los principios y los finales se vieron, desde que el europeo respiró por primera vez nuestro aire, lúgubremente ennegrecidos.
La pregunta por quiénes somos, o por quiénes creemos que somos es una pregunta que sólo puede encontrar respuesta en el atisbo obligado de la búsqueda de una identidad escindida, radicalmente escindida de sí misma entre el genocidio mas cruel y alevoso que sufrió la especie humana desde que se tengan registros históricos y la hecatombe cultural amparada en la evangelización cristiana y la ilustración de Europa occidental.

Celebrar “el descubrimiento de América” significa olvidar, por si fuera poco, que existían, al menos, unos  setenta millones de seres humanos que ya habían descubierto el continente y vivían en él. La designación improvisada en medio del debate de “encuentro de dos culturas” o “de dos mundos” fue un hábil intento de adulterar la historia, dado que ese encuentro no tuvo nada de protocolar o pacífico como desfachatadamente pretendieron sus teóricos y difusores.
Se relacionaron mundos antes desconocidos entre sí, algunos en estadios muy primitivos de desarrollo, otros más avanzados como los europeos, que ya conocían la brújula, la pólvora, el papel y la imprenta.
Los descubrimientos de los yacimientos de oro y plata en América, la cruzada de exterminio, la esclavización de las poblaciones aborígenes, forzadas a trabajar en el interior de las minas, el comienzo de la conquista y del saqueo de las mal llamadas “indias”, la conversión del continente africano en cazadero de esclavos negros, son todos hechos que señalan los albores de la era de producción capitalista. Las riquezas apresadas fuera de Europa por el robo, la esclavización y la masacre refluían hacia la metrópolis donde se transformaban en capital
Se modificaron las economías cerradas de esos países para constituir un mercado mundial.
El oro y la plata americanos contribuyeron a formar los primeros grandes capitales europeos, que activaron la economía y detonaron la Revolución Industrial.
El genocidio de la invasión y la conquista es el estrato más obscuro y calamitoso de la historia de la humanidad.

La situación europea incentivó la búsqueda de nuevas fuentes de ingreso para las monarquías. El propio diario de viaje de Colón tiene numerosas referencias a la obsesiva necesidad de encontrar oro. Los hallazgos de piezas ornamentales y rituales de los nativos constituyeron la primera fase del saqueo. En las islas de Cuba, La Española y Puerto Rico en sólo dos o tres años se despojó a los nativos de todo el oro producido en casi un milenio[1].
Agotada rápidamente esa fase del saqueo, se pasó a la búsqueda desenfrenada de los yacimientos, postrando cualquier obstáculo que se erigiera en su camino.
Las dificultades para la extracción comenzaron a resolverse a partir de los conocimientos de los propios nativos[2].
Entre 1503 y 1660 salieron desde tierras americanas hacia España, según constancias Documentadas en Sevilla y Madrid, alrededor de 200 toneladas de oro y 17 mil toneladas de plata. Considerando una relación de once a uno entre esos dos metales, se llega a las dos mil toneladas de oro, esta acumulación de envíos valuados a precios actuales rondarían los 28 mil millones de dólares[3].
Otras estimaciones mensuran en unas 90 mil toneladas de plata las extraídas de las entrañas americanas en el lapso comprendido entre 1500 y 1800 y su valuación se elevaría a unos 120 mil millones de dólares actuales[4].


[1] Pierre Chaund, Seville et l´Atlantique, Paris, 1959.
[2] Luis Vitale. Historia Social Comparada de los pueblos de América Latina, Tomo I. Atelí, Punta
Arenas, 1998: “La causa esencial de esta rápida recolección de metales preciosos fue el grado de adelanto minero–metalúrgico que habían alcanzado los aborígenes de América Latina. El desarrollo de las fuerzas productivas autóctonas permitió a los españoles organizar en pocos años un eficiente sistema de explotación. De no haber contado con aborígenes expertos en el trabajo minero resultaría inexplicable el hecho de que los conquistadores, sin técnicos ni personal especializado, hubieran podido descubrir y explotar los yacimientos mineros, obteniendo en pocas décadas tan extraordinaria cantidad de metales preciosos. En fin, los indios americanos proporcionaron los datos para ubicar las minas, oficiaron de técnicos, especialistas y peones, y aportaron un cierto desarrollo de las fuerzas productivas que facilitó a los españoles la tarea de la colonización
[3] H.J. Hamilton, American Treasure and the Price Revolution in Spain, Harvard University Cambridge,
USA, 1934.
[4] Pierre Chaund. Seville et l´Atlantique, Paris, 1959.

martes, 9 de octubre de 2012

Érase un día del Sol

[A cerca de esta fábula: esto es algo que escribí hace varios años, no es objeto de mi orgullo pero es lo que elegí para comenzar a ilustrar el genocidio aborigen en Amércia. No hay fábula alguna, la realidad superó terroríficamente a la ficción.]


La mañana se vislumbraba surcando de claros de luz el horizonte celeste. Gueyel caminaba la costa arrastrando las redes de pesca por la arena húmeda. Los caracoles que le adornaban los tobillos acompañaban el susurro rítmico del mar cálido que acariciaba los pies del  joven pescador. La brisa fresca del alba arrullaba su perfil recio y sus facciones rectas. El pelo castaño grueso, engalanado de plumajes brillantes, volaba libremente como las gaviotas costeras. De talla media, moreno, delgado, Gueyel caminaba por la arena suave cantándole una canción al padre sol.
Se detuvo en seco a mirar las redes que arrastraba y se percató de  que habría que repararlas luego de esta jornada de pesca.
El sol había amanecido al fin y las palmeras dibujaban alas en la playa. El graznar continuo de las gaviotas anticipaba una buena pesca.
Esta mañana Matún le aguardaba en el pequeño peñasco donde hacía dos lunas habían pescado juntos.
Gueyel llevaba casi una hora de camino y su andar era pausado. Se regocijó imaginando la alegría de su amada Liani al verlo llegar más tarde con la pesca del día. Quizá un sabroso marlín, quizá algunos mariscos. Contempló su lanza por un instante e imaginó a un poderoso un marlín atravesado por la punta de esta.
Crecía el ruido de las olas y amanecía Guanahani. La intensidad del viento conseguía agitar las palmeras que despertaban al cantar de las aves silvestres. Gueyel estaba más tranquilo con el sol iluminando sus pequeños pasos.
Una joya del mar resplandecía entre algunas piedras ordinarias. Gueyel se inclinó a recogerla y contempló el mar a través de ella. El color café le recordó los ojos de su pequeño Hura. La guardó entonces entre sus partes para dársela como obsequio al pequeño. Imaginaba a su hijo ya despierto con los primeros rayos de sol, miró entonces al sol fijamente y pudo imaginarse a su criatura jugando con caracoles claros.
Descubrió el peñasco al abrirse el mar y divisó a Matún que estaba cantando en la orilla. Se apresuró entonces  a llegar hasta el sitio y saludó cordialmente a su compañero.

- In lak’ech[1].- Dijo cordialmente Gueyel.
- In lak’ech.- Contestó a viva voz Matún mientras se ponía de pie y luego ambos se estrecharon en un abrazo.

Se demoraron después dibujando la matanza del vigoroso “pez espada” en la arena antes de comenzar la pesca. Matún comentó que había soñado la muerte del marlín en su lanza y Gueyel le explicó que él lo había imaginado también.
Se introdujeron mar adentro cerca del peñasco que rompía las olas con las redes y las lanzas en mano.
Desde la orilla podían verse los manatíes jugar mar adentro.
Los dos taínos se concentraron en la pesca. Rara vez los peces grandes se acercaban a la orilla pero alguna vez sucedía.
Pasó largo rato, Gueyel y Matún permanecían inmóviles sobre el peñasco. De repente, Matún dio un grito y se lanzó agua. Gueyel intentaba encontrar el motivo hasta que vio un  marlín azulado luchando contra la corriente a unos metros del peñasco. Se lanzó entonces también al agua y nadó algunos metros detrás de Matún. Cuando por fin se acercó, Matún ya había lanzado su red sobre el pequeño marlín que debía pesar por lo menos cien kilogramos. Se apresuró Gueyel a clavar su lanza en el cuerpo de la bestia que sacudía la cola y el pico intentando librarse de las redes. Sospechó él, que si ambos tiraban de las redes el pez no opondría mucha resistencia. Se alzó entonces por encima del agua mientras Matún seguía sosteniendo la red por dos extremos y tiró también de la red mientras clavaba con la lanza al incontenible hijo del mar. En un segundo intento, atravesó al animal por la cabeza y éste murió al instante. Matún sonrió alegremente y Gueyel estaba estupefacto ante su primer marlín muerto. Recordó por un instante a su padre, gran pescador que hoy habitaba las estrellas.
Arrastraron el pescado hasta la playa y con una piedra puntuda lo dividieron a la mitad. Había sido la mejor de las pescas con Matún. Se despidieron y se saludaron varias veces hasta que dejaron de verse las sombras.
Gueyel caminaba orgulloso de su cacería con las redes amarradas a la cintura y el pescado amarrado a las redes.  Cantaba ahora una canción al mar que lo había honrado con el marlín.
El sol había bajado levemente anunciando la caída de la tarde, rayos naranja amarillentos se diluían en el interminable celeste de la masa acuosa. La brisa era más cálida que en la mañana temprana.
Cuando se acercaba al poblado, vio que algunos corrían hacia la playa grande cargando alimentos, joyas y vasijas de todo tipo. Se apresuró a llegar hasta su hogar y una vez que estuvo allí, no encontró a Liani o a Hura en los alrededores. Sintió algo extraño en su interior y de repente, su hermano Ciba lo tocó por detrás.  Éste vivía en la casa de junto y le explicó que su mujer e hijo habían salido a ofrendar al hombre blanco que venía de los cielos a la playa grande. Le sugirió que, además del pescado que traía, cargara las joyas que guardaba en su habitación para ofrendarlas también.
Gueyel entró a su casa y cogió apenas unas vasijas de barro pequeñas. Cargó todo en sus redes pero para cuando salió afuera su hermano Ciba no estaba allí.
Corrió entonces rabiosamente por la arboleda hacia la playa grande a recibir al hombre de los cielos. Detuvo la carrera por un instante a pensarse hombre de aquí, hombre de Guanahani y no podía imaginar un hombre de los cielos, el que los hombres fueran sólo hombres, en el amor como en la guerra pobló su pensamiento. Miró las redes que colgaban de su cintura perdiéndose en la tierra negra del bosque. Este era su pescado, al que el mismo había dado muerte y las vasijas eran de su amada Liani.
Recordó luego la sabia palabra de su hermano mayor Ciba a quien respetaba inobjetablemente. Quitó entonces sus complejos del asunto y prosiguió la corrida hasta la playa grande.
Al llegar a la playa, tropezó en la arena húmeda  y cayo de rodillas. Las vasijas que traía quedaron desparramadas por doquier y las redes en las que había amarrado el pescado se habían rajado. Cuando estaba poniéndose pie, vio la playa teñida de sangre y tantos hombres muertos como si el mismo Hunhau los hubiera matado. Divisó entonces tres enormes barcas en las orillas de la playa y corrió hacia allí. El hombre del cielo lucia barbas mugrientas y atravesaba por el medio con hojas brillantes a sus hermanos taínos.
Montados en bestias de cuatro patas, pasaban por encima de la gente, arrancaban ropas y cortaban en pedazos.
Gueyel, temblando, se acercó un poco más a la atrocidad. Vio entonces como un hombre del cielo violaba a su amada Liani que gritaba su nombre pidiendo auxilio. Gritó y lloró tanto su mujer que el hombre del cielo le cortó la cabeza para que ya no lo hiciera.
Fue entonces que Gueyel pudo ver a su más querido Hura atravesado junto a otras criaturas por una lanza brillante, todos sin vida, todos bañados en sus propias sangres.
Corrió entonces  el nativo hasta aquel hombre que reía a carcajadas mientras abanicaba la lanza en la estaban clavadas las criaturas.
El hombre del cielo lo miró fijamente y Gueyel se detuvo en seco:

-¿Por qué hombre blanco? ¿Por qué hombre malo? – Preguntó el inocente aborigen mientras veía morir masacrado a su pueblo, mientras veía teñirse de carmesí su amada Guanahani.

El hombre malo dio un grito y Gueyel pensó en huir al bosque. Echó una carrera veloz para salir de la playa pero sus piernas no eran tan fuertes y se cansaba rápidamente. Cuando había abandonado las arenas, sintió que unas bestias gigantes lo perseguían, podía sentir sus respiraciones detrás de él.
Ni bien entrando al bosque, el cansado aborigen tropezó con unas plantas rastreras y lo rodearon las bestias peludas montadas por los hombres asesinos. Dos de los tres que lo rodearon se bajaron de sus bestias y le apresaron las manos. Luego, tirando por el extremo de las presas pretendieron que el aborigen caminara.
Gueyel se negó a caminar, uno de los hombres se acercó y con una hoja brillante le arrancó una oreja. Los otros dos se reían a carcajadas. El hombre le señaló el camino y amenazó con arrancarle la nariz si no obedecía. Gueyel, enmudecido por el dolor, puso todo su empeño en permanecer inamovible a pesar de los tirones. El hombre que le había arrancado una oreja se acercó ahora y le arrancó entonces la nariz. El rostro de Gueyel se empapaba en sangre que se entremezclaba con febriles lágrimas pero aun así permanecía inmóvil a los tirones.
La sangre del hijo volvía a la tierra madre y el padre sol se marchaba para no ver la masacre de sus herederos.
Los otros hombres, que reían a carcajadas al verle desangrar el rostro, se bajaron también de sus bestias y amarraron al delgado aborigen por las piernas. Luego amarraron los extremos de las cuerdas a las bestias y comenzaron a tirar del cuerpo del nativo en direcciones distintas.
Gueyel[2], sostenido en el aire por la tensión de las cuerdas, sentía como su cuerpo se cortaba por dentro y recordaba, mientras el sol de la tarde se colaba por sus pestañas negras; el rostro de su más amado Hura jugando con caracoles claros y los senos de su amada Liani alimentado a la criatura.


[1] In lak’ech (saludo en lengua taína) significa: Yo soy tu otro tú.
[2] Gueyel (en lengua taína): Hijo del sol.

sábado, 6 de octubre de 2012

La educación enajenada



Es poco discutible que de los diálogos surjan muchas de las cosas más interesantes en las cuales podríamos pensar. Yo hablaba “con” porque generalmente hablo “con” y sucedía algo curioso.
Entre diálogo, resultaba que “con” había egresado de sus estudios y no se sentía identificado con ese egreso. No sentía que su yo se correspondiera con ese ser egresado.
Es extraño. Esta sensación me llevó a plantearme dos cosas. La primera, gira en torno a la educación, en torno a pensar: ¿cuán enajenada está nuestra educación? ¿Cuán des-identificada con quien se educa?
Además, hay algo que siempre me hizo ruido en torno a la educación, particularmente la universitaria, y es esta noción de “carrera universitaria”. Esta noción que, desde su interpretación sencilla, sugiere que se trata de llegar, de correr y llegar. Buscaba, entre tanto, qué le deparábamos a las vocaciones (ese hacer en cual nos sentimos realizados sea lo que sea que hagamos).
Quizá lo que suceda, entre muchísimas cosas, sea que mucho de aquello que somos, con lo cual nos identificamos y en lo cual nos realizamos, quede suspendido mientras esa “carrera”, mientras esa corrida, sea por el título que sea. Quizá caemos en la dificultad lógica de que, luego de dejarnos a un lado para correr, nos cueste encontrarnos en eso que hemos llegado a ser.
¿Hasta que punto podríamos hablar de identificación entre vocaciones y profesiones? ¿Le suelta la mano la profesión a la realización del yo en torno a su ser, a su ser eso que es y ninguna otra cosa? ¿Cuánto nos dedicamos a nosotros mientras nos dedicamos a lo que sea que nos dediquemos?

En medio de esta desambiguación identitaria, no puedo evitar llenarme de incertidumbres. Lo cual me lleva a plantear esta segunda consideración: la de ser uno, o ninguno, o todos.
Cuán extraño es el sabor del desconocimiento en vías del reconocimiento de lo obscuro, lo plural, de un yo cuya unidad se cae de a pedazos a cada instante de vida.
El ser posible se despliega apenas y se expresa en esa capacidad del protagonista de flotar por encima de un mundo adaptado a las identidades “únicas” y a las conductas “apropiadas”. Sólo locos o esquizofrénicos gozan de la libertad para romper públicamente los órdenes establecidos y pretendidos de una sociedad que en la superficie sólo acusa pobreza.
Ante la posibilidad de la de-mencia, de que la mente se aleje inexorablemente de todo y de nada, pero bienvenida sea la introducción a la etimología de las palabras que desconocemos y tan fácilmente descalificamos.
Del mundo de las preguntas, estimo que la más recurrente es por quiénes somos y cuánto ignoramos de esa unidad que se presenta como un cuerpo (uno) y la mente que lo piensa que difícilmente pudiéramos encasillar en algo tan sencillo como un trozo carnal. Quiénes no somos es otra pregunta y lo certero es que no basta una vida para contestar las preguntas.
Los límites, los pretendidos, no están tan bien dibujados por el aburrido instinto moral y cada vez que el trazo es débil, el instinto real, el natural, desdibuja esa normalidad dejando que el monstruo sea por un breve periodo de tiempo.
Quiénes somos y quiénes no, me recuerdan un poco a “Uno, ninguno y cien mil” (“Uno nessuno e centomila”, 1926) de Luigi Pirandello y a esa escandalosa escena inicial en la que Vitángelo Moscarda se encuentra frente al espejo mirándose la nariz y cuyo proceso de des-identificación se inicia a partir de decirle a su mujer que deje de usar ese apodo que acostumbraba a usar con él. Brillantemente dirá luego:

un nombre no es sino esto, una inscripción funeraria. Corresponde a los muertos. A quien ha terminado yo estoy vivo y no acabo. La vida no acaba. La vida no sabe de nombres.”  

Hemos venido a la vida precipitándonos sin un nombre (uno) y una identidad (una). Pero aquí estamos, preguntándonos por nosotros mismos en la dificultad de esquivar las preguntas que no sean nuestras, las impuestas. Quien sepa del sabor de la desambiguación de esa identidad aparentemente fina y escueta, sabrá de qué intento hablar aquí.
Entonces quizá comprenda que yoes hay muchos, tantos como nosotros posibles.


A “con”, que seguramente estará enojado, 

Ilustración - Fluorencia Carrizo (http://www.fluorencia.com.ar/)