En principio debo admitir que no me considero una
“persona miedosa” como podría decirse al uso. Luego, debo aclarar que la cualificación
de “persona miedosa” es bastante abstracta y por ello voy a prescindir de esta.
Todos tenemos miedo o miedos en plural. No tengo
muchos miedos pero en cambio he tenido y aun tengo cierto terror a una sola
cosa. Hay seres que diversifican sus miedos y temen muchas cosas, otros, como
es mi caso, tememos algo con mucha intensidad.
Pensar en los miedos me llevaba a pensar un poco
en estos alientos tan recurrentes, en muchos ámbitos de la vida, a olvidar los
miedos, a desentenderse de ellos, a vivir sin ellos.
Por supuesto, es difícil ignorar lo que la
naturaleza dicta, lo que dicta el instinto. El instinto teme y, si el instinto
teme, temer es tan natural en el hombre como caminar erguido o reír.
Varias veces he reiterado mi creencia firme en
que somos seres sufrientes, condicionados. Mi insistencia en la cuestión no es
meramente una obsesión filosófica. Mi insistencia apunta a contrariar la
pseudo-filosofía espiritual de moda que nos conmina a ser felices por que sí, a
reírnos todo el día (de lo que sea) y a no sufrir (porque sufrir es triste,
aburrido o vaya a saber qué otra ridiculez). Si en nuestra naturaleza está el
ser alegres, debemos cultivar nuestra capacidad de alegrarnos. Ahora bien, si
sólo nos pensamos por un instante y admitimos que en nuestra naturaleza está en
la misma medida el sufrir, deberíamos aprender a cultivar esa capacidad de
sufrir o bien, de vivir el sufrimiento. Detesto caer en obviedades pero bondad
y maldad no son categorías naturales como nosotros. Por lo tanto, sufrir-se
como alegrar-se no están bien o mal. No esta bien alegrar-se y está mal
sufrir-se o viceversa. Estamos, somos y la bondad o maldad no pertenecen al
ámbito del ser que somos cada uno.
Vuelvo a pensar en el miedo o los miedos y en
cómo vivimos con el o ellos. Resulta complejo, porque tanto el ser como aquello
que el ser teme son cuestiones de un alto grado de subjetividad aunque en el
fondo, estimo, que todos los miedos y los “miedosos” se parecen y nos parecemos
un poco.
Pensaba entonces en cómo vivimos, cómo convivimos
los seres y los miedos, cómo vive el ser-miedoso. Pensaba en aquella
posibilidad infantil de suprimir, de olvidar, de dejar a un lado el miedo. Pensaba,
por caso, en la imposibilidad de dejar de lado u olvidar nada porque, cuando el
miedo es real, lo único que parece realmente posible es aprender a vivir con
él, con ellos, por que no nos son ajenos, son nuestros, somos nosotros.
Aprender a vivir con miedos, como aprender a vivir con ciertas discapacidades o
defectos, es aprender a vivir con nosotros mismos. Porque no estamos nosotros y
luego nuestras virtudes, no estamos nosotros y luego nuestros defectos y no
estamos nosotros y luego nuestro miedo. Estamos y punto. Todo lo que aparece
somos nosotros.
¿Cómo vivir entonces con nosotros mismos? Es rara
la pregunta, porque fácil o difícilmente lo hacemos. ¿Cómo vivir los miedos?
¿Cómo sufrir-se sin caer bajo connotaciones que, por donde se las mire,
representan concepciones desarraigadas de cualquier posible perspectiva humana?
La seguimos...
A Luz, mi pálida luciérnaga...