La mañana se vislumbraba surcando de claros
de luz el horizonte celeste. Gueyel caminaba la costa arrastrando las redes de
pesca por la arena húmeda. Los caracoles que le adornaban los tobillos
acompañaban el susurro rítmico del mar cálido que acariciaba los pies del joven pescador. La brisa fresca del alba
arrullaba su perfil recio y sus facciones rectas. El pelo castaño grueso,
engalanado de plumajes brillantes, volaba libremente como las gaviotas
costeras. De talla media, moreno, delgado, Gueyel caminaba por la arena suave
cantándole una canción al padre sol.
Se detuvo en seco a mirar las redes que
arrastraba y se percató de que habría
que repararlas luego de esta jornada de pesca.
El sol había amanecido al fin y las palmeras
dibujaban alas en la playa. El graznar continuo de las gaviotas anticipaba una
buena pesca.
Esta mañana Matún le aguardaba en el pequeño
peñasco donde hacía dos lunas habían pescado juntos.
Gueyel llevaba casi una hora de camino y su
andar era pausado. Se regocijó imaginando la alegría de su amada Liani al verlo
llegar más tarde con la pesca del día. Quizá un sabroso marlín, quizá algunos
mariscos. Contempló su lanza por un instante e imaginó a un poderoso un marlín
atravesado por la punta de esta.
Crecía el ruido de las olas y amanecía
Guanahani. La intensidad del viento conseguía agitar las palmeras que
despertaban al cantar de las aves silvestres. Gueyel estaba más tranquilo con
el sol iluminando sus pequeños pasos.
Una joya del mar resplandecía entre algunas
piedras ordinarias. Gueyel se inclinó a recogerla y contempló el mar a través
de ella. El color café le recordó los ojos de su pequeño Hura. La guardó
entonces entre sus partes para dársela como obsequio al pequeño. Imaginaba a su
hijo ya despierto con los primeros rayos de sol, miró entonces al sol fijamente
y pudo imaginarse a su criatura jugando con caracoles claros.
Descubrió el peñasco al abrirse el mar y
divisó a Matún que estaba cantando en la orilla. Se apresuró entonces a llegar hasta el sitio y saludó cordialmente
a su compañero.
- In lak’ech[1].-
Dijo cordialmente Gueyel.
- In lak’ech.- Contestó a viva voz Matún
mientras se ponía de pie y luego ambos se estrecharon en un abrazo.
Se demoraron después dibujando la matanza del
vigoroso “pez espada” en la arena antes de comenzar la pesca. Matún comentó que
había soñado la muerte del marlín en su lanza y Gueyel le explicó que él lo
había imaginado también.
Se introdujeron mar adentro cerca del peñasco
que rompía las olas con las redes y las lanzas en mano.
Desde la orilla podían verse los manatíes
jugar mar adentro.
Los dos taínos se concentraron en la pesca.
Rara vez los peces grandes se acercaban a la orilla pero alguna vez sucedía.
Pasó largo rato, Gueyel y Matún permanecían
inmóviles sobre el peñasco. De repente, Matún dio un grito y se lanzó agua.
Gueyel intentaba encontrar el motivo hasta que vio un marlín azulado luchando contra la corriente a
unos metros del peñasco. Se lanzó entonces también al agua y nadó algunos
metros detrás de Matún. Cuando por fin se acercó, Matún ya había lanzado su red
sobre el pequeño marlín que debía pesar por lo menos cien kilogramos. Se
apresuró Gueyel a clavar su lanza en el cuerpo de la bestia que sacudía la cola
y el pico intentando librarse de las redes. Sospechó él, que si ambos tiraban
de las redes el pez no opondría mucha resistencia. Se alzó entonces por encima
del agua mientras Matún seguía sosteniendo la red por dos extremos y tiró
también de la red mientras clavaba con la lanza al incontenible hijo del mar.
En un segundo intento, atravesó al animal por la cabeza y éste murió al
instante. Matún sonrió alegremente y Gueyel estaba estupefacto ante su primer
marlín muerto. Recordó por un instante a su padre, gran pescador que hoy
habitaba las estrellas.
Arrastraron el pescado hasta la playa y con
una piedra puntuda lo dividieron a la mitad. Había sido la mejor de las pescas
con Matún. Se despidieron y se saludaron varias veces hasta que dejaron de
verse las sombras.
Gueyel caminaba orgulloso de su cacería con
las redes amarradas a la cintura y el pescado amarrado a las redes. Cantaba ahora una canción al mar que lo había
honrado con el marlín.
El sol había bajado levemente anunciando la
caída de la tarde, rayos naranja amarillentos se diluían en el interminable
celeste de la masa acuosa. La brisa era más cálida que en la mañana temprana.
Cuando se acercaba al poblado, vio que
algunos corrían hacia la playa grande cargando alimentos, joyas y vasijas de
todo tipo. Se apresuró a llegar hasta su hogar y una vez que estuvo allí, no
encontró a Liani o a Hura en los alrededores. Sintió algo extraño en su
interior y de repente, su hermano Ciba lo tocó por detrás. Éste vivía en la casa de junto y le explicó
que su mujer e hijo habían salido a ofrendar al hombre blanco que venía de los
cielos a la playa grande. Le sugirió que, además del pescado que traía, cargara
las joyas que guardaba en su habitación para ofrendarlas también.
Gueyel entró a su casa y cogió apenas unas
vasijas de barro pequeñas. Cargó todo en sus redes pero para cuando salió
afuera su hermano Ciba no estaba allí.
Corrió entonces rabiosamente por la arboleda
hacia la playa grande a recibir al hombre de los cielos. Detuvo la carrera por
un instante a pensarse hombre de aquí, hombre de Guanahani y no podía imaginar
un hombre de los cielos, el que los hombres fueran sólo hombres, en el amor
como en la guerra pobló su pensamiento. Miró las redes que colgaban de su
cintura perdiéndose en la tierra negra del bosque. Este era su pescado, al que
el mismo había dado muerte y las vasijas eran de su amada Liani.
Recordó luego la sabia palabra de su hermano
mayor Ciba a quien respetaba inobjetablemente. Quitó entonces sus complejos del
asunto y prosiguió la corrida hasta la playa grande.
Al llegar a la playa, tropezó en la arena
húmeda y cayo de rodillas. Las vasijas
que traía quedaron desparramadas por doquier y las redes en las que había
amarrado el pescado se habían rajado. Cuando estaba poniéndose pie, vio la
playa teñida de sangre y tantos hombres muertos como si el mismo Hunhau los hubiera matado. Divisó entonces
tres enormes barcas en las orillas de la playa y corrió hacia allí. El hombre
del cielo lucia barbas mugrientas y atravesaba por el medio con hojas
brillantes a sus hermanos taínos.
Montados en bestias de cuatro patas, pasaban
por encima de la gente, arrancaban ropas y cortaban en pedazos.
Gueyel, temblando, se acercó un poco más a la
atrocidad. Vio entonces como un hombre del cielo violaba a su amada Liani que
gritaba su nombre pidiendo auxilio. Gritó y lloró tanto su mujer que el hombre
del cielo le cortó la cabeza para que ya no lo hiciera.
Fue entonces que Gueyel pudo ver a su más
querido Hura atravesado junto a otras criaturas por una lanza brillante, todos
sin vida, todos bañados en sus propias sangres.
Corrió entonces el nativo hasta aquel hombre que reía a
carcajadas mientras abanicaba la lanza en la estaban clavadas las criaturas.
El hombre del cielo lo miró fijamente y
Gueyel se detuvo en seco:
-¿Por qué hombre blanco? ¿Por qué hombre
malo? – Preguntó el inocente aborigen mientras veía morir masacrado a su
pueblo, mientras veía teñirse de carmesí su amada Guanahani.
El hombre malo dio un grito y Gueyel pensó en
huir al bosque. Echó una carrera veloz para salir de la playa pero sus piernas
no eran tan fuertes y se cansaba rápidamente. Cuando había abandonado las
arenas, sintió que unas bestias gigantes lo perseguían, podía sentir sus
respiraciones detrás de él.
Ni bien entrando al bosque, el cansado
aborigen tropezó con unas plantas rastreras y lo rodearon las bestias peludas
montadas por los hombres asesinos. Dos de los tres que lo rodearon se bajaron
de sus bestias y le apresaron las manos. Luego, tirando por el extremo de las
presas pretendieron que el aborigen caminara.
Gueyel se negó a caminar, uno de los hombres
se acercó y con una hoja brillante le arrancó una oreja. Los otros dos se reían
a carcajadas. El hombre le señaló el camino y amenazó con arrancarle la nariz
si no obedecía. Gueyel, enmudecido por el dolor, puso todo su empeño en
permanecer inamovible a pesar de los tirones. El hombre que le había arrancado
una oreja se acercó ahora y le arrancó entonces la nariz. El rostro de Gueyel se
empapaba en sangre que se entremezclaba con febriles lágrimas pero aun así
permanecía inmóvil a los tirones.
La sangre del hijo volvía a la tierra madre y
el padre sol se marchaba para no ver la masacre de sus herederos.
Los otros hombres, que reían a carcajadas al
verle desangrar el rostro, se bajaron también de sus bestias y amarraron al
delgado aborigen por las piernas. Luego amarraron los extremos de las cuerdas a
las bestias y comenzaron a tirar del cuerpo del nativo en direcciones
distintas.
Gueyel[2],
sostenido en el aire por la tensión de las cuerdas, sentía como su cuerpo se
cortaba por dentro y recordaba, mientras el sol de la tarde se colaba por sus
pestañas negras; el rostro de su más amado Hura jugando con caracoles claros y
los senos de su amada Liani alimentado a la criatura.