Quizá en
esta columna me desvíe un poco del eje central de la discusión que intentaba
sostener en semanas anteriores.
Pretendía
entonces pensar en torno a las distracciones, a los planes para distraernos que
hacemos cotidianamente y la valoración inaudita que hacemos de esa distracción.
El
hombre se ha caracterizado, a lo largo de su vida, por buscar algo, algo que lo
desvela. Quizá, y esto es una opinión personal, las búsquedas más nobles hayan
sido aquellas que perseguían la verdad o una Verdad mayúscula, ultima; quizá la
búsqueda de la justicia o la Justicia (también con mayúscula); o quizá la búsqueda
de las búsquedas, la búsqueda de la felicidad, que para muchos se encontraba tanto
en la verdad como en la justicia.
Mi
pretensión actual, y algunos me acompañaran en ella (otros no, están en su
derecho), es la de afirmar que el hombre
ha perdido significativamente esa avidez por la búsqueda de algo utópico, ese
desvelo por aquello que lo ponderaba por encima ese lugar minúsculo que ocupa
en el tiempo infinito del universo.
¿Qué
persigue el hombre común en nuestro
tiempo? Quizá el hombre de nuestro tiempo haya perdido ese instinto de
búsqueda, de pensar que haya algo más allá de lo que sus ojos puedan ver o sus
manos puedan tocar. Quizá, el hombre de
nuestro tiempo ha encontrado respuestas por doquier a preguntas que no hizo
nunca, pero que de alguna manera han opacado el instinto mágico de la lucidez,
del estar-en-el-mundo. Quizá las
respuestas fáciles a preguntas in-humanas (que no son del hombre) han
postergado la búsqueda hambrienta volviendo al ser del hombre tan finito como
el hombre mismo.
Estimo
que se da en nuestro tiempo una avidez por la pasividad y por el consumo que contrasta
radicalmente con la avidez por el conocimiento o el pensamiento del mundo que
nos rodea, el mundo en el que estamos inmersos innegablemente estemos vivos o
pareciéndolo.
La huida
al pensar en lo que sea que esté más allá de lo fácil, de lo dado, de lo que
está a la mano es un recurrente que tiene cada vez más ejemplares. Por lo que
la pregunta anterior respecto de qué sea aquello que persigue el hombre común
en nuestro tiempo, debería ser orientada más bien a: ¿qué piensa el hombre
común en nuestro tiempo? Y esta última
pregunta, en aras de disipar cualquier indagación desorientada debería
preguntarse más bien: ¿piensa el hombre común de nuestro tiempo?
La
respuesta sólo la sabe cada uno, pero creo que el solísimo hecho de preguntarse
a cerca de uno mismo es de suyo una enorme pregunta que puede llevarnos a todos
por infinitos lugares comunes en los que seguramente nos sentiremos tanto más a
gusto con nuestra humanidad que cuando nos preguntamos por la vida de un
peculiar personaje televisivo o a cerca de un nuevo modelo de telefonía.
La
lucidez, abrupta, rabiosa, no debiera conformarse con respuestas que no
responden a las preguntas por lo que somos. Deberá perseguir aquello que es
difícil de entender, aquello que nos exige un sacrificio, aun a pesar de las
consecuencias, aun a pesar de que aquello con lo que nos topemos pese o no
contraiga la alegría del divertimento estéril al que nos tiene tan
acostumbrados una gran parte de la sociedad. La búsqueda de aquello que más
llama al hombre a ser hombre, de aquello que mejor nos sienta a cada uno, no es
una búsqueda feliz ni llena de regocijos, es una búsqueda por algo que no se
persigue para algo o como fin de la vida. Se persigue sino como medio de vida.
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