Una vez dejada de lado la discusión “categorial”
sobre lo “nuevo” y lo nuevo (lo realmente nuevo), podemos predisponernos, con
todas las dificultades que la pre-disposición engendra, a ver qué pasa con lo
nuevo, lo nuevo sin comillas.
Podemos, quizá desde una perspectiva filosófica,
pararnos en el límite fino entre lo que somos cuando nos enfrentamos al mundo y
el mundo al que nos enfrentamos que, estimo, es súbita novedad.
¿Cómo subsumimos entonces esa novedad de mundo
que se está derrumbando continuamente encima nuestro mientras nosotros, los
inescindibles de nosotros mismos, envejecemos? ¿Cómo subsumimos la novedad ante
la necesidad imperiosa de esa paz horrible de la pretensión de un mundo
estático, quieto y que no cambie porque deberíamos cambiar a su paso?

Por supuesto, franqueando lo nuevo, aparece lo
nuevo viejo. La muerte, entre otras cosas, es tan nueva como cada beso que se
recibe o se roba. La muerte es esa que nos pertenece tanto como no podría pertenecernos
nada de todo lo que tenemos en la vida y es nueva, aunque mueran otros, nuestra
muerte hasta que ocurre, está sin estrenar.
Seguimos entonces, intentando pararnos en ese
límite en el que estamos a veces sin darnos cuenta, entre nosotros anestesiados
por nuestros propios mecanismos de estabilización y el mundo que deviene a mano
y a contra mano porque el devenir es
posible y lo imposible es lo que nuestro empeño malsano le ha impreso a la
magia, a la galera de cual el elogio del
surgir de un conejo es apenas un insulto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario