Quizá en el mismo juego lingüístico, hablar de conquista esconda cierta propensión a un querer apropiarse del otro, a volver nuestro al otro, a volver nuestro al conquistado.
Lo recurrente en la conquista es la dificultad y
quizá, también sea la dificultad lo encantador del ritual.
Lo cierto es que, manifestadas las intenciones
reales, queda poco por delante o más bien nada. Sin embargo, es aquí donde
comienza la epopeya inenarrable del
conquistador. Es sino aquí donde este ser que ha entregado todas sus armas, pretende
ganar una escaramuza dialógica que lo tiene como gran candidato a la crítica.
Sucede entonces que sólo articula lo que puede y quizá nada de todo aquello que
quiere, aquí poder es un poder nada y querer es un querer todo. Se dan entonces las condiciones para la
contienda siendo las únicas condiciones que jamás habría elegido, de haber
podido elegir. Tal es que, en un decir vacilante, sugerente, uno puede volverse
todo aquello que creía no ser, un decidor trivial que se contenta con esconder
en el silencio y en la simulación (absurda luego de confesarse enamorado) las
únicas intenciones reales que le llagan la carne y le mortifican la conciencia.
Comienza entonces, a contentarse con gestos e
indirectas que no satisfacen en nada sus ansias románticas frustradas por la
distancia insalvable entre el esclavo del deseo y la musa de ese deseo.
Necesita, imperiosamente, coincidir, dónde sea, en lo que sea para dejar esta
sensación horrible de que es el único sintiente, el único embobado, el único
embriagado hasta en el sueño.
El agonista
de profunda fe en la desconcertante indiferencia, se ha perdido. Se ha
perdido a sí mismo, al menos hasta que ella le devuelva ese que él era
consintiendo cierto acercamiento o termine por cansarlo.
Es entonces que uno se pregunta por lo que
simboliza el arte galante de la conquista entre dos amantes frente a tamaño
mundo poblado de una masa heterogénea de impensados e impensables sucesos por
descarte atribuidos al malicioso azar.
Dónde descansa el ensueño a realizarse en esa
conquista, dónde la magia que no aparece sino hasta el instante preciso en el
que nada, ni lo dicho, ni lo hecho, parecen no tener relevancia.
En este poder y querer apuñalándose mutuamente
donde nos llueven fragmentos de nosotros mismos, un beso aniquila los
pretéritos, abruma por mágico y real y destroza los mundos paralelos al menos
por ese instante en el que nos ahogamos de realidad.
Un beso, que no acaba con la conquista pero nos
posiciona en el terreno real de la conquista donde al menos podamos ser aquello
que creíamos que éramos y no esa
caricatura obsecuente obligada a reprimir todo lo que necesita, un beso. Que lo
erotice, lo desnude, lo fastidie pero que traspase ese témpano traslucido que brilla
entre los dos.