Quizá el firmamento sea por excelencia el símbolo del infinito, seguramente, aun más allá de cualquier fotografía astronómica. Quizá esta infinitud sólo se deba a la finitud de nuestro conocimiento, quizá aquello que llamamos infinito tenga sus propios límites y lo infinito sea una fantasía ridícula.
Vivimos. Nacemos y morimos, pero cuando nacemos, nace, con nosotros, esa magia imperceptible de lo posible, de lo amable. Y es en esta amabilidad que somos, engendrando amor del único infinito posible, real, abrumador, paralizador, escalofriante de ser todo aquello que somos, fuimos y seremos por al menos un instante de presente, un instante de vida. Ser todos, ninguno y uno mismo, ser en su máxima expresión, naciendo para ser todo aquello que sea posible.

Nacemos y morimos, pero cuando nacemos, algo nace en aquellos que nacieron antes, algo nuevo, algo aterradoramente fuerte y aterradoramente hermoso. Simple, como la vida y mágico como la magia que sólo tiene la incertidumbre de ese ser nuevo, destellante, amado aun en el desconocimiento y quizá, en todos los aúnes. Es de padres deshacerse un poco del padre y hacerse más del hijo, más del amor al otro que es otra forma de amor a uno mismo.
Aquellos que nacen también son allí donde aman y, donde sean amados, serán entonces mucho más. El amor entre padres e hijos no sólo se siente, puede verse en la oscuridad y oírse en el silencio, puede tocarse allí donde los dedos pequeños desgarran la inmensidad del aire del mundo que los espera y les reclama que sean.
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