El estrépito
cotidiano ahoga la sensibilidad impidiendo siniestramente la floración
artística constituyente del ser que somos, del ser que deviene, del ser en el
que nos convertimos.
Poco importan
miserias si el artista desdobla los símbolos reclusión efímeros volviéndoles
libertad que puede sonar en algunas notas, descubrirse detrás de alguna
sonrisa.
Once es una
expresión mínima de libertad que ridiculiza las costumbres y el costumbrismo
cinematográfico de hacer siempre lo mismo con diferente vestuario.
Con una
guitarra rotosa y un pianito de juguete puede mandar uno a volar todos los
sueños frustrados de un masacote de seres que ya no sueñan, que se duermen y no
miran por las ventanas del pluri-verso que los conmina a ejercerse, a hacerse
cada instante como si fuera el primero.
Una vez,
quizá simboliza que no existen segundas veces o, esta es al menos, la magia que
el título de la película me sugiere personalmente. Interesante el ocurrir de
las primeras veces, el asombro en su máxima expresión canalizándose en el
nervio musical que los interpretes viven.
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