Sujeto por los mismos lazos, las mismas ataduras, volviéndose imposible sólo por ignorar posibilidades, volviéndose silencio sólo por ignorar posibilidades. No puede negarse a si mismo aunque el mundo lo niegue, no puede negarse porque late en sí y es en sí aquello que todos somos y que en la redundancia del asentimiento a la enajenación rutinaria olvidamos.
¿Cómo me olvido de mí? ¿Cuánto me olvido de mí en cuanto me olvido de él? Volverá a alzar la mano en son de paz aunque el mundo fríamente le haga una guerra, volverá a alzar las manos aunque las manos cercanas se escondan en la tumba del olvido. Del olvido del otro y del olvido de mi.
Preguntará pacíficamente, obstinadamente, humilladamente: ¿quién es entonces el distinto? Si hablamos escucha. Sólo si oímos, entonces habla. Nos ve, en la horrible necesidad de vernos aunque no nos pueda ver. ¿Lo escuchamos, acaso, cuando no habla? ¿Lo vemos en la ceguera patológica que el trajín pretende sumergirnos y muy amablemente le cedemos el pensar para que el mercado lo meta en una cubeta?
Está donde todos estamos, mirando aunque no vea, escuchando aun en el silencio de muerte que es posibilidad común.
Es porque somos los otros que somos ciegos aunque destellen los objetos brillantes ante nuestra vista, sordos, aunque podamos oír el ruido insufrible que actualmente llamamos música.
Está ahí, preguntándose por si mismo, preguntándose: ¿hasta cuándo? ¿Hasta cuándo los que ven serán más ciegos que él? ¿Hasta cuándo aquellos que oyen serán tanto más sordos que él?
¿Quién es el distinto? Creo que nadie escapa a la agraciada diferencia, a la maravillosa y mágica diferencia.
La discapacidad le escapa a la ceguera, la sordera o el retraso mental pero no le escapa al mundo.
Él está ahí preguntándose y yo estoy preguntándome con él: ¿quién es el discapacitado?
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