martes, 29 de mayo de 2012

La lucidez


Quizá en esta columna me desvíe un poco del eje central de la discusión que intentaba sostener en semanas anteriores.
Pretendía entonces pensar en torno a las distracciones, a los planes para distraernos que hacemos cotidianamente y la valoración inaudita que hacemos de esa distracción.
El hombre se ha caracterizado, a lo largo de su vida, por buscar algo, algo que lo desvela. Quizá, y esto es una opinión personal, las búsquedas más nobles hayan sido aquellas que perseguían la verdad o una Verdad mayúscula, ultima; quizá la búsqueda de la justicia o la Justicia (también con mayúscula); o quizá la búsqueda de las búsquedas, la búsqueda de la felicidad, que para muchos se encontraba tanto en la verdad como en la justicia.
Mi pretensión actual, y algunos me acompañaran en ella (otros no, están en su derecho),  es la de afirmar que el hombre ha perdido significativamente esa avidez por la búsqueda de algo utópico, ese desvelo por aquello que lo ponderaba por encima ese lugar minúsculo que ocupa en el tiempo infinito del universo.
¿Qué persigue el hombre común  en nuestro tiempo? Quizá el hombre de nuestro tiempo haya perdido ese instinto de búsqueda, de pensar que haya algo más allá de lo que sus ojos puedan ver o sus manos puedan tocar.  Quizá, el hombre de nuestro tiempo ha encontrado respuestas por doquier a preguntas que no hizo nunca, pero que de alguna manera han opacado el instinto mágico de la lucidez, del estar-en-el-mundo.  Quizá las respuestas fáciles a preguntas in-humanas (que no son del hombre) han postergado la búsqueda hambrienta volviendo al ser del hombre tan finito como el hombre mismo.
Estimo que se da en nuestro tiempo una avidez por la pasividad y por el consumo que contrasta radicalmente con la avidez por el conocimiento o el pensamiento del mundo que nos rodea, el mundo en el que estamos inmersos innegablemente estemos vivos o pareciéndolo.
La huida al pensar en lo que sea que esté más allá de lo fácil, de lo dado, de lo que está a la mano es un recurrente que tiene cada vez más ejemplares. Por lo que la pregunta anterior respecto de qué sea aquello que persigue el hombre común en nuestro tiempo, debería ser orientada más bien a: ¿qué piensa el hombre común en nuestro tiempo?  Y esta última pregunta, en aras de disipar cualquier indagación desorientada debería preguntarse más bien: ¿piensa el hombre común de nuestro tiempo?
La respuesta sólo la sabe cada uno, pero creo que el solísimo hecho de preguntarse a cerca de uno mismo es de suyo una enorme pregunta que puede llevarnos a todos por infinitos lugares comunes en los que seguramente nos sentiremos tanto más a gusto con nuestra humanidad que cuando nos preguntamos por la vida de un peculiar personaje televisivo o a cerca de un nuevo modelo de telefonía.
La lucidez, abrupta, rabiosa, no debiera conformarse con respuestas que no responden a las preguntas por lo que somos. Deberá perseguir aquello que es difícil de entender, aquello que nos exige un sacrificio, aun a pesar de las consecuencias, aun a pesar de que aquello con lo que nos topemos pese o no contraiga la alegría del divertimento estéril al que nos tiene tan acostumbrados una gran parte de la sociedad. La búsqueda de aquello que más llama al hombre a ser hombre, de aquello que mejor nos sienta a cada uno, no es una búsqueda feliz ni llena de regocijos, es una búsqueda por algo que no se persigue para algo o como fin de la vida. Se persigue sino como medio de vida.   

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