lunes, 2 de abril de 2012

(2) Obertura


Disfraces de uno y otros disfrazando lo mismo. Por doquier, aglutinándose, separándose de aquello a lo que también pertenecen. Somnolientos para amar. Despabilados quizá para todo lo demás.   Aburridos e histéricos gestos de cabotaje, de relleno, abundan.
Personificando la coseidad ordinarísima de cada cosa, deshumanizando a la muerte, accidentándola, quitándonos la mortalidad como quien se sacude el polvo de un abrigo.

Pasando sin pasar, pasando de lejos. Mirándose frente a frente con el suceso como extraños, apurados por mirar y mirar otra cosa, apurados porque pase aquello que ya pasó. Apurándose, quizá más que el tiempo mismo. 
El amor se presenta entonces como el remedio sanador de aquella enfermedad que somos, de la impasiva guerra propia por sobrevivirnos, sacrificando y sacrificándonos, allí donde pretendemos anestesiar el torbellino pasional que anida en nuestro existir. Desnudos y cubriéndonos las pieles metafóricas e insensibles que nos cubren y disfrazan de individuos. Que nos esconden, nos ocultan. De la vida posible, del momento, del sentido simple. En un trasfondo utópico de una realidad incognoscible en la imaginación, en el misterio. Turbado, superfluo, mítico. Despiadado, descarnizado, enemigo del momento, del instante, de la coyuntura imperceptible del presente magnético y  del magnetismo del uno y el otro.
Un beso es suficiente para aniquilar por demás a los enfermizos mecanismos de deshumanización y desocialización que nos pervierten a cada instante. Para aniquilar la sugerencia fagocitosa de que la sonrisa depende de la cosa y que la cosa en la pretenden convertirnos, depende de todas las cosas que podamos reunir.
Enajenándonos, aun ante la sospecha de la enajenación, accediendo el mercado de lo fútil y lo obsceno, futilizándonos obscenamente.
Un beso basta para detener la tortura del pertenecer o del no pertenecer, para ser el todo cuando el todo mismo es. Basta para volver el mundo hacia donde sea que suceda, para volver al presente, a la humanidad compartida y por qué no mágica.
Un gesto de amor puede ser, de todo lo que hagamos, quizá aquello que le dé al todo un sentido, quizá aquello por lo cual ganemos esa guerra visceral por sobrevivirnos aun cuando nuestra existencia se desvanezca en un horizonte muy cercano. Un gesto cualquiera puede desestabilizar la maquinaria siniestra de la modernidad que nos cuenta en números, como quien  cuenta tornillos y tuercas.
¿Quiénes somos? ¿Qué queremos? Quizá sea momento de curarse aquella enfermedad de mirar tanto más allá de uno mismo, estamos uno al lado del otro, tocándonos sin tocarnos, mirándonos sin mirarnos.

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