lunes, 2 de abril de 2012

(3) Gatos azules transitando la filigrana del cielo

Pienso e intento una reflexión de fin de año. Me encuentro con la dificultad casi insuperable de reflexionar cada día que pasa, con la no reflexión de cada día, con la ausencia casi absoluta de la reflexión acerca del estar, el permanecer o el pertenecer mismo. Coincidirán todos en que el tiempo pasa cada vez más rápidamente y, quizá, en vez de tratar de contrarrestar la enajenación que produce tal ajetreo, nos dejamos arrastrar a esas velocidades enajenantes del presente, del estar ahí, viviendo, sumidos en cada instante en el que inconscientemente morimos un poco.
La salvedad de los lectores es que estamos a tiempo de tanto, a tiempo de tanto tiempo. Por eso la reflexión me lleva a las pasiones y las posibilidades, a eso que nos constituye que a veces necesita espabilarse, actualizarse, saberse, pensarse. Pasiones y posibilidades, amores e incertidumbres. Incertidumbres que aparecen denostando a cualquier determinismo, que nos alientan: no hay nada escrito, nada planeado. En esa incertidumbre anida el vivir por el vivir mismo, el amor a la vida y a aquellos vivientes.
Me detengo un instante y me sobrevienen nostálgicamente aquellos que vivieron, aquellos que amaron y que transitaron mágicamente la filigrana del cielo. La nostalgia eclipsa y me traslada a lugares intransitados, cómo sabrían los asados del abuelo que ni si quiera conocí, cómo sabría la tarta de manzanas de la abuela que no pudo ser. Recuerdo, tibiamente, las manos frías de mi abuelo que no se fue hace tanto y sin embargo, tanto hace. Todos viven donde amaron y donde amemos viviremos, seguramente, cuando ya no vivamos.
Las fiestas tienen mucho de esto y mucho de otras cosas, de tantas que no alcanzan diarios enteros. Por eso quiero volver a las pasiones, a las más sanguíneas, quizá efímeras, pero, probablemente, lo más real de nosotros mismos. Somos reales allí donde nuestras pasiones aparecen con todos sus nudos, donde los atisbos de ser, permanecer y pertenecer suelen volverse más evidentes.
Me detengo a pensar pero no me detengo como quien detuviera el motor del mundo para verlo como a una pintura terminada, me detengo y mi vieja querida barre la cocina, mi viejo querido persigue por el campo algún ternero para curarlo y el ventilador produce ese zumbido que vuelve soportable el calor de mil grados de la siesta de mi hermoso Villa Dolores. Y estoy, mientras leo y releo de principio a fin, respirando. No sé qué haré mañana, ni siquiera sé qué voy a hacer cuando termine lo que estoy haciendo, pero esta no es la incertidumbre de la que hablaba. La incertidumbre de la que hablo es aquella que nos susurra suavemente que todo es posible y no sólo aquello que nos hace felices, sino todo.
Las fiestas tienen, como decía, un poco de todo y no todo nos llena de regocijo, la vida tampoco se trata de llenarse de regocijo, se trata de vivir y no estoy descubriendo nada nuevo. Cuando hablo de “vivir”, hablo de vivir simplemente, de vivir allí donde amamos, allí, donde desnudos de todo el trajín materialista y exuberante, somos nosotros mismos.
No deseo felicidades porque sencillamente no creo en ellas, les deseo conciencia y todo el amor del mundo.

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