lunes, 2 de abril de 2012

(5) Concierto



Quizá el firmamento sea por excelencia el símbolo del infinito, seguramente, aun más allá de cualquier fotografía astronómica. Quizá esta infinitud sólo se deba a la finitud de nuestro conocimiento, quizá aquello que llamamos infinito tenga sus propios límites y lo infinito sea una fantasía ridícula.
Vivimos. Nacemos y morimos, pero cuando nacemos, nace, con nosotros,  esa magia imperceptible de lo posible, de lo amable. Y es en esta amabilidad que somos, engendrando amor del único infinito posible, real, abrumador, paralizador, escalofriante de ser todo aquello que somos, fuimos y seremos por al menos un instante de presente, un instante de vida. Ser todos, ninguno y uno mismo, ser en su máxima expresión, naciendo para ser todo aquello que sea posible.
El nacimiento de un hijo nos puebla de una incertidumbre encarnada que sólo nos sacude esa vez en la vida: qué será… quién será… quién seré cuando él sea… el nudo no suelta, como no se suelta  la vida hasta probado aquello que era probable, como no se suelta la mano de alguien a quien se ama después de haberla tomado por primera vez aun habiéndola soltado.
Nacemos y morimos, pero cuando nacemos, algo nace en aquellos que nacieron antes, algo nuevo, algo aterradoramente fuerte y aterradoramente hermoso. Simple, como la vida y mágico como la magia que sólo tiene la incertidumbre de ese ser nuevo, destellante, amado aun en el desconocimiento y quizá, en todos los aúnes. Es de padres deshacerse un poco del padre y hacerse más del hijo, más del amor al otro que es otra forma de amor a uno mismo.
Aquellos que nacen también son allí donde aman y, donde sean amados, serán entonces mucho más. El amor entre padres e hijos no sólo se siente, puede verse en la oscuridad y oírse en el silencio, puede tocarse allí donde los dedos pequeños desgarran la inmensidad del aire del mundo que los espera y les reclama que sean.

No hay comentarios:

Publicar un comentario