martes, 24 de abril de 2012

El artilugio de la conquista




Quizá en el mismo juego lingüístico, hablar de conquista esconda cierta propensión a un querer apropiarse del otro, a volver nuestro al otro, a volver nuestro  al conquistado.
Lo recurrente en la conquista es la dificultad y quizá, también sea la dificultad lo encantador del ritual.
Lo cierto es que, manifestadas las intenciones reales, queda poco por delante o más bien nada. Sin embargo, es aquí donde comienza la epopeya  inenarrable del conquistador. Es sino aquí donde este ser que ha entregado todas sus armas, pretende ganar una escaramuza dialógica que lo tiene como gran candidato a la crítica. Sucede entonces que sólo articula lo que puede y quizá nada de todo aquello que quiere, aquí poder es un poder nada y querer es un querer todo.  Se dan entonces las condiciones para la contienda siendo las únicas condiciones que jamás habría elegido, de haber podido elegir. Tal es que, en un decir vacilante, sugerente, uno puede volverse todo aquello que creía no ser, un decidor trivial que se contenta con esconder en el silencio y en la simulación (absurda luego de confesarse enamorado) las únicas intenciones reales que le llagan la carne y le mortifican la conciencia.
Comienza entonces, a contentarse con gestos e indirectas que no satisfacen en nada sus ansias románticas frustradas por la distancia insalvable entre el esclavo del deseo y la musa de ese deseo. Necesita, imperiosamente, coincidir, dónde sea, en lo que sea para dejar esta sensación horrible de que es el único sintiente, el único embobado, el único embriagado hasta en el sueño.
El agonista  de profunda fe en la desconcertante indiferencia, se ha perdido. Se ha perdido a sí mismo, al menos hasta que ella le devuelva ese que él era consintiendo cierto acercamiento o termine por cansarlo.
Es entonces que uno se pregunta por lo que simboliza el arte galante de la conquista entre dos amantes frente a tamaño mundo poblado de una masa heterogénea de impensados e impensables sucesos por descarte atribuidos al malicioso azar.
Dónde descansa el ensueño a realizarse en esa conquista, dónde la magia que no aparece sino hasta el instante preciso en el que nada, ni lo dicho, ni lo hecho, parecen no tener relevancia.
En este poder y querer apuñalándose mutuamente donde nos llueven fragmentos de nosotros mismos, un beso aniquila los pretéritos, abruma por mágico y real y destroza los mundos paralelos al menos por ese instante en el que nos ahogamos de realidad.
Un beso, que no acaba con la conquista pero nos posiciona en el terreno real de la conquista donde al menos podamos ser aquello que creíamos que éramos  y no esa caricatura obsecuente obligada a reprimir todo lo que necesita, un beso. Que lo erotice, lo desnude, lo fastidie pero que traspase ese témpano traslucido que brilla entre los dos.

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